Mi hermano pasaba de todo, bueno,
más bien pasó de todo toda su vida. Al principio nos parecía gracioso, luego
curioso y al final, como siempre ocurre en estos casos, normal. De lo que no nos
estábamos dando cuenta era del deterioro que estaba sufriendo su salud cada
minuto que pasaba.
La verdad es que para ser el hermano
mayor nunca nos dio buen ejemplo y nuestros padres lo sabían, pero claro,
además de ser hijo suyo, era el primogénito. A veces, le sacaban a dar una
vuelta y aprovechaban para limpiar su casa, que más que una casa parecía una
pocilga. Otras veces, le acompañaban a comprarse ropa e incluso, de vez en
cuando, le pagaban unas vacaciones para que cambiara de aires e intentara
arreglar su aspecto.
Pero todo fue en vano, tanto mis
padres como todos nosotros lo sabíamos; mi hermano Diógenes tenía una
enfermedad incurable y nada de lo que pudiéramos hacer serviría. El problema no
estaba tanto en la propia enfermedad sino en las infecciones graves que esta le
producía, sin ir más lejos la sarna. Se le caía todo a pedazos, le curábamos y
le aseábamos lo mejor posible, pero la suciedad en la que había vivido tanto
tiempo se le había metido hasta los tuétanos, era demasiado tarde.
El desenlace se produjo rápido, el
médico extrajo a mi hermano de raíz y nos dejó el vacío y el pesar para
siempre. Quizás hayamos aprendido con todo esto la lección, y eso de que
tenemos que lavarnos los dientes tres veces al día nos lo tomemos por fin en
serio. La verdad es que ahora todos nosotros estamos realmente concienciados, porque si no hubiera sido suficiente el
hecho de haber perdido a un ser querido para servirnos de escarmiento, el olor
nauseabundo que desprendía a todas horas y que nos dejó de legado, nos recuerda
a cada instante el firme propósito que hemos adquirido con él.
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